sábado, 5 de enero de 2008

Mente de principiante

Existe un bosque, no muy lejos de donde nos encontramos, en el que habitaba, no hace mucho tiempo, un Maestro Camaleón. Su avanzada edad había cimentado en él lo que consideraba una técnica perfecta. Al fin y al cabo, le había permitido sobrevivir y por ello recibir la consideración de sus congéneres. Con posiciones y desplazamientos lentos, se adaptaba a las formas de cada entorno, haciendo que su figura fuese casi imposible de distinguir aún cuando se movía. Podía conseguir en su piel tonos que lo hacían confundirse con una rama, un trozo de corteza o una verde hoja entre otras. Desde su aparente inmovilidad podía generar un movimiento explosivo que lanzaba su veloz lengua hacia su objetivo con cierta precisión. Sus ojos captaban todo lo que ocurría a su alrededor sin que su atención quedase atrapada por nada en particular. Su espíritu estaba en constante alerta, aunque confiado en su técnica y en la experiencia de los años, a menudo desataba sus pensamientos llenando el vacío de su mente.

Estas habilidades eran envidiadas y admiradas por otros muchos animales, y desde su invisibilidad podía oír con frecuencia los elogios que le dedicaban. Esto era muy de su agrado pues pensaba que era una pequeña recompensa por su esfuerzo en mantenerse activo, y convertir la tarea de sobrevivir en un Arte.

Solitario, deambulaba como un fantasma por los árboles, ocultándose a sus enemigos y utilizando sus habilidades para cazar. A veces se paraba a observar la técnica de otros camaleones y encontraba en ella tantos fallos que se sorprendía que no pasaran hambre e incluso de que no estuviesen ya muertos.

Hacia ya algún tiempo que empezó a acompañarle un joven camaleón, que admirado por sus cualidades y en su afán por superarse, se había convertido en su pupilo. Ambos solían compartir un mismo árbol y así el Maestro Camaleón, podía ser observado con atención por el aprendiz.

Cierto día, desde la atalaya de una rama, distinguieron entre unos arbustos, la entrada a una extraña madriguera. El joven camaleón, lleno de curiosidad y con la seguridad que nace del inconsciente ímpetu juvenil, descendió del árbol y se dispuso a averiguar que animal la habitaba. El Maestro Camaleón se quedó observando desde la rama como si parte de ella se tratara.

Al cabo de un buen rato el joven camaleón regresó y le dijo a su maestro: ¡Es un camaleón! ¡La madriguera está ocupada por un camaleón! Al verlo, me quedé petrificado por la sorpresa. A pesar de no tener muchos años, noté que dominaba la técnica de la absoluta inmovilidad, parecía no tener vida. Desde esa posición sentí como me observaba buscando mis puntos fuertes y débiles, tratando de analizarme al instante. Sin duda es un joven maestro a la búsqueda de un constante mejoramiento.

El Maestro Camaleón, algo incrédulo, y dudando del buen criterio de su pupilo, decidió comprobar por si mismo la valía del joven maestro. Seguro de su habilidad mimética y de sus años colmados de experiencias, decidió al principio demostrar que podría llegar a observarlo sin que él percibiese su presencia. Convertido en una piedra grisácea, permaneció durante horas a la espera de que se mostrase. Comenzaba a atardecer. Pronto oscurecería y el suelo no era un terreno propicio para que le sorprendiera la noche, por lo que decidió no dar por perdido el esfuerzo invertido y saciar su curiosidad asomándose a la entrada. Con una desesperante lentitud, poco a poco se fue acercando. Su piel cambiaba gradualmente del color de la pizarra al ocre arcilloso y de este al verde de la hierba fresca.

Al fin llegó a la entrada de la singular madriguera, y observó que no estaba excavada en la tierra como otras que había visto, sino que era mas bien un pasadizo entre los arbustos, y justo en el centro del mismo, en una total inmovilidad, su experimentada visión distinguió a otro camaleón que le miraba directamente con uno de sus ojos. Su instinto no le reconoció como un peligro y el Maestro Camaleón, divertido por la ingenuidad de su congénere pensó:

Este novato no vivirá mucho más con esta técnica. ¡Cómo se le ocurre estar tanto tiempo en el suelo y no acogerse a la seguridad de los árboles! Sin duda, la inexperiencia de mi pupilo ha dejado volar su imaginación, pues además de no ser joven, este camaleón tiene aún muchos fallos en su camuflaje. No me extraña que no se atreva a moverse. Además, aunque quisiera hacerlo seguro que lo hará de forma torpe e insegura, por lo gorda que tiene la panza. Quizás se cebó en un hormiguero. Su espíritu está claramente distraído, su mente lo absorbe en pensamientos y consideraciones que anulan su capacidad de reacción. En este momento podría ser devorado por una serpiente o por un zorro. Debería esforzarse mas en mejorar y no conformarse con su extraña y deficiente técnica, aunque al parecer, la haya dado algún resultado hasta ahora.

Pensando esto se dio la vuelta apresuradamente para volver a la protección de las alturas, y el novato camaleón hizo exactamente el mismo gesto al otro lado del trozo de espejo que estaba apoyado en los arbustos.

Antonio Avila – Septiembre 2003

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